Saltar al contenido
Portada » Negro

Negro


Julio Salvatierra – 1 de diciembre de 2023


Cuando Ronald Crump se levantó de su cama, no podía imaginar que aquel sería el peor día de su vida. Ni tampoco que la desgracia le iba a golpear pocos segundos después de poner sus grandes pies sobre el mullido tejido de la alfombra. Se desperezó y se rascó su alborotado pelo y fue entonces cuando vio que su mano derecha era de color negro.

El susto le lanzó una descarga de adrenalina en sangre tan brutal que el corazón le dio un salto casi doloroso en el pecho. Automáticamente miró su mano izquierda. También era negra. El corazón seguía acelerando. Bajó los ojos hasta sus pies desnudos sobre la lana rizada de cachemira oscura. Sus pies también eran negros, tanto que apenas destacaban sobre la peluda y parda alfombrilla.

Sintiendo que la revolución cardíaca estaba a punto de provocarle un mareo o desatar un alarido, se levantó de un salto y se precipitó hacia el espejo del vestidor, haciendo resbalar la alfombra con el impulso y trastabillando, a punto de dar con su orondo cuerpo en el suelo. En el espejo vio que su cara también era negra. Se desabotonó la camisa del pijama: su pecho era negro, se abrió la cintura del pantalón y miró: un pene ennegrecido le saltó a la cara, incongruente entre el vello rubiasco y canoso de su pubis, al otro lado de su barriga. Todo él era negro.

Examinó su piel mientras comenzaba a sudar: tenía las mismas venas, el mismo vello, la misma textura de siempre (quizás ligeramente más reseca), pero era su vieja, querida y sufrida epidermis de siempre. Corrió al baño, se enjabonó y se frotó concienzudamente las manos, pero no hubo ni el más mínimo atisbo de cambio. Su piel seguía siendo del mismo ominoso color: negra.

Dos pensamientos brotaron a la vez en su cabeza: ¿quién está de guardia esta mañana en mi gabinete? y ¿quién puede estar detrás de esto? Meditó durante unos segundos si ambas preguntas podían fundirse en una sola, pero lo descartó: nadie en su gabinete personal tenía poder o medios suficientes (¡ni huevos!) para hacer algo así.

En cualquier caso, había que ir por orden. El desastre era que Malinda, su mujer, estuviera de viaje, aquella estúpida inauguración de un orfanato en Des Moniales, pero tenía que escoger con cuidado a la primera persona que lo iba a ver en tan lamentable situación.

Desde que era presidente de los Territorios Reunidos de Quimérica tenía que andar con pies de plomo, mucho más que antes, cuando simplemente era el empresario primogénito de una familia rica. Cualquier pequeña tontería, a la luz pública, era engrandecida hasta unos extremos absurdos, como cuando dijo que en tres días obligaría a los malditos meksika a darles el dinero para copiar la Gran Muralla China y la gente se lo tomó en serio. Nadie entendía su humor. Cuando era empresario daba lo mismo que dijera gracietas, a fin de cuentas, lo único que arriesgaba era su dinero, y tenía mucho. Ahora no sabía qué demonios pensaba la gente que arriesgaba cuando decía alguna de sus tonterías, pero reaccionaban como si fuera algo superimportante, estúpidos engreídos. Le dolía admitir que ser presidente le estaba decepcionando.

Súbitamente se le ocurrió que la piel podía ser solo la punta del iceberg, ¿y si estaba afectada alguna parte más de su anatomía, o de su fisiostomía, o como fuera aquello? Calculó rápidamente, siete por cinco, treintaicinco: su mente funcionaba perfectamente, como siempre. Caminó moviendo brazos y cabeza, todo fluía. Se agachó y se levantó, agarrado al brazo de un sillón. Repasó mentalmente su estado físico: todo parecía estar bien. ¿Pero y el químico? Amigo. Un médico, se le ocurrió entonces, y de inmediato comprendió que había tenido una gran idea: que su piel hubiera cambiado de un blanco lechoso a un café con leche oscuro, además de un claro atentado terrorista orquestado por fuerzas muy poderosas, podía ser enfocado también como algo adecuado para que lo estudiara un médico. Quizás, incluso, desviaría la atención del hecho principal: un ataque exitoso, infinitasimalmente maquiástofélico, contra la persona más poderosa del mundo.

Había que averiguar si aquellos cabrones (seguramente los chinos), le habían cambiado solo la piel, o algo más. Reflexionó tres segundos, no en vano era una de las personas más inteligentes que conocía, y decidió que, casi con seguridad, no habría más lesiones, ¿para qué más? ¿Acaso no bastaba con tener la piel de ese color? Sintió una punzada de compasión hacia Michael Jackson, en su patético intento de emblanquecer, e inmediatamente le preocupó sentir simpatía por un artista degenerado. Céntrate, Ronald, se dijo, y soluciona la pregunta uno: ¿a quién demonios avisas?

Descartó llamar a su mujer, ¿qué le iba a decir? Meleindia, o como se llamara, me he vuelto negro. No ayudaba en nada, igual la chica incluso le abandonaba, aunque no lo creía, mientras tuviera el suficiente dinero. Un momento, el pensamiento le llegó como un rayo: ¿un negro puede ser tan rico como lo soy yo? Apartó esa idea de su cabeza, seguramente no, tendría que enterarse, pero en cualquier caso él no era negro, volvería a su distinguido color blanco, no iban a poder con él. Decidió llamar a su asistente, Ted, para que convocara a su gabinete personal de emergencia, no al oficial lleno de gente rara de la Casa Espera (nunca había entendido por qué la llamaban así, daba mala imagen). Por mucho que intentaba vigilar a qué asesores contrataba su equipo, no paraban de colarle indeseables y personas de mal vivir. Y luego tenía que despedirlos y armar unos líos mediáticos de infarto.

Ted —le dijo por el interfono—, convoca al grupete.

¿Al grupete? —oyó como la voz se tensaba con la preocupación—, ¿pasa algo?

Chúrrin y Chínpíng acaban de declararnos la tercera guerra mundial —le respondió en tono neutro.

—¡Qué! ¡Malditos bolcheviques!? —oyó a Ted gritando sobresaltado al otro lado, nunca fallaba, con ese tono de gran empresario siempre se las colaba.

Es broma, hombre, tú convócales, dentro de diez minutos. A pesar de todo, soltar una gracia seguía siendo útil para no tener que explicar nada. No todo el mundo sabía hacerlo y, después de todo, como casi nunca tenía nada que explicar, acababa siendo una estrategia de primer nivel.

Diez minutos es muy poco, señor.

Pues ya estás tardando, que vengan a mis habitaciones privadas.

—Señor, debo recordarle que en quince minutos tiene una reunión con el Alto Mando de…

—Cancela esa maldita reunión de hijos de perra. —El vicepresidente…

—Que le jodan. También era muy efectivo hablar con palabras expresivas.

De acuerdo, le joderemos, señor.

Así se habla. Ted había sido una recomendación de Melindinia, o como fuera (aquella mujer tenía un nombre imposible), y estaba extremadamente contento con él, su desempeño había sido intachable en los tres días que llevaba a su servicio.

Cuando diez minutos después Ted llamó a la puerta de la vivienda privada del presidente, este, completamente vestido, con guantes, gorra y un gran pañuelo verde de su mujer cubriéndole cara y cuello, preguntó a través de la puerta:

¿Por amor al?

—Dinero —respondió Ted. Ante la contraseña correcta, Ronald franqueó el paso, primero al primo segundo del cuñado de su mujer; luego a Timothy, consejero personal presidencial en materia de Seguridad, experimentado hacker y Máxima Autoridad Mundial LOL-2014[1]; y finalmente a Dalton, asesor presidencial de Sanidad, estudiante de tercero de medicina que el mes pasado había dado enormes pruebas de lealtad. En una reunión donde el maldito teleprompter le hizo asegurar a Crump que jamás le había gustado la sanidad púbica, fue el único que no se rio. Incluso riñó al decano cuando este lo hizo, así que lo contrató de inmediato. En política le resultaba imposible encontrar buenos asesores: todo lo que mandaba hacer no se podía hacer (docenas de comisiones, leyes, enmiendas, disposiciones e interminables marranerías se oponían siempre a todo). Así que, al menos, estos asesores le hablaban de una forma comprensible y, al no llevarle nunca la contraria, le dejaban pensar rápido y bien, que, en el fondo, era lo que el país necesitaba.

Crump cerró la puerta y les contempló a través del tejido verde del pañuelo. Salvo su mujer, el grupete estaba completo.

—¿Y ese pañuelo, señor? —preguntó Timothy.

Es una gran idea para el virus, señor —intervino Dalton—, el color verde parece ahuyentarlo, he leído un artículo sobre esto en el «Paranormal Phenomena Review».

—Nada de jodidos virus chinos —cortó Crump, al que lo de la pandemia ponía muy nervioso—. Esto es mucho más grave. Si comentáis algo de la revelación que voy a haceros, aunque sea a vuestra madre, moriréis.

Los tres lo miraron, aquello no parecía una gracia. Con un movimiento decidido, Crump se quitó un guante y todos pudieron ver que su mano era negra.

¿Es para Halloween, señor? —preguntó Ted con una gran sonrisa entusiasmada— enhorabuena, el efecto está muy conseguido.

—No es un disfraz, imbécil. Por eso os he llamado. Todo mi cuerpo es igual.

—¿Ahora es usted de color, señor? —preguntó Dalton, emocionado— puede ser una estrategia cojonuda ante los disturbios de esos anormales comunistas abraza negros —y mirando súbitamente la mano de Crump, añadió—, con perdón —y se puso colorado. Crump lo agarró por las solapas de la camisa.

¿Tengo pinta de estar jugando a las estrategias, gilipollas!? —tronó—. Es un atentado terrorista de increíble «sofisquitación» contra mi persona. Tomad nota. Los tres sacaron sus libretas de notas.

Lo primero: quiero al mejor matasanos de piel y cuerpo, aquí, en diez minutos, con absoluta discreción, lealtad inquebrantable y que me haya votado.

—¿Y si resulta que ese cabrón es demócrata? —pregunto Timothy, siempre atento a los temas de Seguridad.

Buscáis al siguiente mejor —bramó Ronald— hasta que encontréis uno. Me consta que hay buenos profesionales que me votan. Los tres bajaron sus miradas al unísono y anotaron algo.

—Señor —intervino Dalton, al que se le acababa de ocurrir una idea— quizás el color de su piel podría haber cambiado por llevar tres meses tomando seis gramos de hidroxicloroquina diarios y rebajando el whisky de por la noche con desinfectante.

—¡Estupideces! —saltó el presidente— si eso cambiara el color de la piel, la mitad de este país sería ya negro, dios no lo quiera. Hay millones de ciudadanos que creen en su presidente. Dalton tuvo que asentir.

¿Habéis acabado ya de joder a Quimérica con vuestras preguntitas? —todos afirmaron con la cabeza—. Pues, lo segundo, es que quiero encontrar y acabar con los responsables de esto antes del mediodía.

—Antes del mediodía igual es difícil, señor —se atrevió a decir Ted— pueden ser muchos. Ronald lo fulminó con la mirada y se dirigió a Timothy.

—Utiliza el BAGDAD.

—Aún no está probado en condiciones reales, señor.

—Mejor, así nadie interferirá. Ponlo en marcha ahora mismo. Adelante. Y un enfadado Crump desa pareció por la puerta que llevaba a su dormitorio.

—¿Qué es el BAGDAD? —preguntó Dalton cuando estuvieron fuera.

BAd Guys Detector with Automatic Deletion —explicó Timothy—. Un sistema privado de AI que le he construido: rastrea el Big Data, las Telecomunicaciones y el Canal Porno, y encuentra la respuesta a preguntas complejas del tipo, por ejemplo, ¿quién es el culpable del ennegrecimiento de la piel del presidente? Y lo destruye sin previo aviso. Así evitamos injerencias de Justicia, FBI, CIA y demás mierdas.

¿Cómo lo destruye?!

—Con dos Tomahawk teledirigidos al móvil del sujeto. Es cojonudo.

—¿Y si se equivoca? —preguntó Ted, cautelosamente, esperaba que la hermana de la mujer de su primo, que era un alma de cántaro, no tuviera nada que ver en esto.

Remite una disculpa, también automática, a todos los medios, redactada siguiendo un texto de Abraham Lincoln.

—¡Uau! —exclamó Dalton— ¡Quimérica is big again!

Al pobre dermatólogo recién venido del County Hospital de Campbell, Wyoming, ni siquiera le dio tiempo a cambiar impresiones sobre el reinicio de la liga con el presidente, antes de que los dos misiles Tomahawk lanzados desde el USS Pennsylvania, sumergido en la bahía de Delaware, lo hicieran volar, colateralmente junto a su objetivo y a más de la mitad de la Wait House.

Afortunadamente, en este caso, no fue necesario que el BAGDAD emitiera ninguna disculpa.


[1] LOL: League of Legends, conocido juego de ordenador de estrategia bélica, con campeonatos anuales.