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Muerto al llegar – Primera parte


Javier Aparicio – 1 de noviembre de 2023


La fina lluvia formaba un sedoso velo que impedía, desde la estación, distinguir con claridad el campanario de la iglesia de Tierrallana, que se alzaba desafiante en el brumoso horizonte. Si por algo se caracterizaba el pueblo de Tierrallana era, sin duda, por padecer durante todo el año incesantes lluvias que lo convertían en un inhóspito y fantasmal paraje. Hasta tal punto llovía sobre el pueblo que, de los trescientos sesenta y cinco días del año, podían contarse con los dedos de una mano aquellos en los que el sol se asomaba a la villa. En los años bisiestos, sin embargo, siempre eran seis los días de sol. Este extraño fenómeno climático, sin parangón, no cabe duda, siempre se achacó en el pueblo a Eulogio, el de la vaquería, puesto que en su mano izquierda se daban cita seis dedos y, claro está, él tenía tanto derecho como cualquiera de sus convecinos a contar los susodichos días de sol con los dedos de su siniestra mano, aunque esta estuviera anormalmente poblada.

Desde la ventana de su oficina, Feliciano, el jefe de estación, observaba indiferente el continuo torrente de agua, mientras encendía lentamente, como si de un ritual se tratase, la vieja pipa de caoba, heredada de su padre. Tras apagar la cerilla, aspiró con deleite el humo y echó una distraída mirada al reloj situado a su espalda, sobre la desconchada pared blanca, sin poder evitar un largo y mudo bostezo, pues todavía faltaban cuarenta y cinco minutos para que pasara el tren de las diez de la noche.

Feliciano accedió al puesto de jefe de estación tras la muerte del viejo Anselmo. Y en los dos años que ya llevaba en el cargo, el tren de las diez aún no se había detenido ninguna noche en la estación. Con inquietante puntualidad, el tren pasaba siempre de largo, como un alma en pena, haciendo sonar en la penumbra su desasosegante silbido, mientras las nubes blancas de vapor, que la añeja máquina destilaba, quebraban la oscuridad de la noche. Pero que el tren de las diez no se detuviera cuando pasaba por el pueblo era, al fin y al cabo, algo habitual. De Tierrallana solo se marchaban los parroquianos para acudir al hospital o a la cárcel de la capital. Y se volvía, si era el caso, una vez purgada la enfermedad o la condena. De hecho, el último en abandonar el pueblo fue Anselmo cuando, más muerto que vivo y solo acompañado por la sombra de la muerte, subió al tren que lo llevó al hospital, donde falleció a los dos días de ingresar, víctima de la tuberculosis…