
Florián Recio – 1 de febrero de 2025
Qué lleva a un hombre adulto y sin aparentes anomalías neuronales a dedicar su tiempo libre a escribir cuentos. A mi padre le podía costar entender esto. De hecho le costaba. Y no poco. Creo que se murió sin entenderlo muy bien. Cuando le decía que yo era escritor miraba siempre a mi madre con una sonrisita sospechosa, como si le dijera: esto tiene que ser cosa de tu familia, porque en la mía no se conocen semejantes antecedentes. Cuando el que escribe es un adolescente todavía tiene un pase. Cierta justificación. Escribir es, después de todo, otro recurso de la seducción. Uno escribe para ligar. Y eso lo justifica todo. Pero cuesta más entenderlo cuando el fulano que se dedica a esto es un señor con canas en la barba, un trabajo respetado y bien remunerado y sin antecedentes psiquiátricos reconocidos, como es el caso de Javier Gómez. Entonces, ¿qué puede llevar a alguien como él a escribir cuentos o simplemente a escribir? Yo he dedicado algunas horas a pensar en esto. Y la conclusión que he llegado para Javier sirve para mí mismo y creo que se puede aplicar a cualquiera de los que pertenecemos a la nómina de Éride.
Nos mueve el afán.
Afán es una palabra que yo tomo del repertorio de Luís Landero, paisano y escritor al que admiro sin fisuras. Al afán, si se la mira solo por encima, se le puede entender como un sinónimo de vocación. Pero no es exactamente eso. En mi opinión hay tres tipos de personas en lo que respecta a la vocación. Los que carecen de ella, es decir, los que no sienten ningún tipo de “llamada”, que
es, etimológicamente, lo que significa la palabra: y estos son hombres y mujeres plenamente libres de hacer con su vida lo que les da la gana. Pueden, con un poco de suerte, situarse en la vida allá donde las circunstancias o su voluntad mejor les resulten, sin ningún tipo de conflicto. Lo mismo pueden ser cocineros que editores o camareros o presidentes de gobierno. Carecen de conflicto al respecto.
Luego están los que sienten la vocación o llamada hacia un destino determinado. Es como si estuvieras en el interior de un río que te arrastra a un destino marcado de antemano. Ahora bien, que sientas la llamada no quiere decir que tengas las condiciones para ejecutarlas o que las circunstancias sean las idóneas para conseguir tus propósitos. Puedes tener vocación de cantante pero tener una voz mediocre o vocación de cirujano y no alcanzar nunca la nota de corte para entrar en la universidad de medicina. Entonces desvías el tiro, te apuntas a otra carrera o te conformas con cantar en la ducha y en la boda de tus amigos, y santas pascuas.
Y, por último, está el afán. En este sentido, si he dicho que la vocación es como sentirse llevado por las aguas de un río, ahora tengo que decir que el río de la vocación es un río manso y del que uno puede buscar una orilla y salirse sin demasiadas complicaciones. Pero el afán no es un simple río, es un torrente desbocado, una riada que te arrastra sin remisión y sin posibilidad alguna de salirse. Si tienes el afán no supondrá ningún problema tu voz mediocre, cantarás en playback, en auto tune, pero cantarás por encima de la campana grande. Puede que no entres en la universidad de medicina, pero te harás enfermero y
no habrá artículo médico que no leas y con el que te empapes y le llegues a dar la castaña a tus amigos como si fueras el doctor Barnard. Y si el afán te pide que seas escritor, escribirás aunque sea robándole tiempo a tu descanso, aunque nunca escribas un súper éxito, aunque sea a costa de tu salud y de tu crédito.
De este tipo de personas son la mayoría de los escritores que yo conozco. Tengo pocos amigos que sean estrellas de la literatura. Pero tengo alguno que otro que es prisionero del afán. Miguel Vigil era uno de ellos. Y otro es Javier Gómez. Prisioneros del afán, enfermos de literatura. De una enfermedad contagiosa. Cabría preguntarle si recuerda dónde pilló él el dichoso virus. Pero leyendo Hilos de Penumbra presumo que no es difícil rastrear dónde se contagió. En Hilos de Penumbra he escuchado de fondo la voz de Stevenson, de Jack London, de Emilio Salgari, de Umberto Eco. Todos ellos, para nuestra suerte, benditos enfermos de afán. Hilos de Penumbra es, en fin, una amena colección de relatos de aventuras y de misterio con una prosa cuidada y sin petulancias, unas peripecias entretenidas, donde lo mágico y lo real van de la mano, con un fondo de humor y socarronería sin estridencias.
Javier Gómez no es, por supuesto, el paciente cero en la enfermedad de la literatura, pero es, sin duda, un magnífico transmisor del virus. En cada página sientes que te vas contagiando de su afán. Te lo hace parecer tan fácil que cuando cierras el libro hasta te dan ganas de ponerte a escribir. Y algunos hasta lo intentamos. Y ahí es donde se nos pone en verdad a prueba para descubrir si somos de los de vocación o de los de afán.