
Julio Fernández Peláez – 1 de marzo de 2025
En el relato “La biblioteca de Babel”, Borges especula sobre la posibilidad de un universo formado por una inmensa biblioteca de galerías hexagonales e idénticas que existe desde la eternidad y que es el resultado de la combinación de unas simples reglas: Cada muro tiene cinco estantes. Cada estante treinta y dos libros. Cada libro cuatrocientas diez páginas. Cada página cuarenta renglones. Cada renglón ochenta símbolos. Cada símbolo veinticinco variantes.
Una de las particularidades más llamativas de esta biblioteca –que en realidad coincide en su configuración con el propio Universo en el que nos encontramos– es su independencia con respecto a lo humano. Nuestra especie es visitante pero no creadora, los libros existen y los podemos leer pero nunca los escribiremos.
Qué duda cabe que si en los tiempos del papel esta biblioteca física tenía unas resonancias alegóricas existenciales, hoy, en su traslación digital no solo se adivina como materialmente posible sino que podría caber en uno de esos gigantescos centros de datos que se están construyendo para el desarrollo de la inteligencia artificial. Es más, estos no solo podrían contener una biblioteca con los parámetros dictados por Borges –siguiendo una singular pauta que trata de ordenar el caos generando un número no infinito de ejemplares– sino cualquier otra surgida a partir de aquel conjunto de reglas que se nos antoje.
Una segunda particularidad importante de la biblioteca de Borges, y en la que encontramos paralelismos con la inteligencia artificial, es la periodicidad con la que se repiten los libros en todas sus variantes. La biblioteca es ilimitada en el espacio que ocupa pero la norma que rige esta expansión está sujeta a ecuaciones que determinan cómo y cuando aparecen las diferencias, o dicho de otro modo: por algoritmos.
Con estas dos sencillas premisas: la contingencia que controla el caos y la formulación de variantes a modo de multiverso, Borges imagina su relato anticipándose, de alguna manera, a la existencia de una fuerza –entonces preexistente y hoy predeterminada– capaz de compendiar de forma absoluta el conocimiento humano.
Pero si en el relato de Borges el ser humano es el que busca, en la nueva configuración de la biblioteca, ya en manos de la inteligencia artificial, es la propia biblioteca la que se busca a sí misma. Y puede hacerlo porque, a diferencia de los hombres, ella no camina dando pasos sino que discurre a la velocidad de la luz y en todas las direcciones al mismo tiempo.
Esta propiedad atemporal de lo artificial –en comparación con la limitación de la naturaleza– es lo que dota a la nueva biblioteca de inteligencia, al permitir que cualquier “libro” pueda ser encontrado siguiendo unas determinadas palabras clave. Pero no solo eso, aprendiendo de los sucesivos errores –dentro de una serie ilimitada de errores–, la nueva inteligencia podría llegar a obtener justamente el “libro adecuado”, es decir: aquel que mejor se ajusta a nuestros deseos.
No es de extrañar entonces que, a la velocidad de la luz, la biblioteca pueda dar con la novela perfecta sobre un tema dado, una novela jamás escrita pero que estaba ahí, en alguna parte de la memoria ignota de un centro de datos, esperando ser encontrada para goce de un lector ávido de experiencias literarias originales.
No habrá edición de libros, por tanto, pues todos los posibles ya existirán –virtualmente hablando– pero sí un rescate, es decir: una elección personalizada de los mismos; de tal forma que podríamos obtener no solo todas las versiones que imaginemos de “El Quijote” y de cuantos libros ya existen, en formato extenso o abreviado, sino también cuantas novedades estemos en disposición de leer.
Llegado el caso, y si nuestra vivienda lo permite, podremos atesorar bibliotecas selectas e inigualables, con libros impresos por Amazon de originales especialmente confeccionados a nuestro gusto. Nuestra biblioteca, única en el mundo, no necesitará de autoras y autores, pues bastará hacer caso a uno de esos muchos anuncios que ya circulan por X y que nos invitan a conocer “el modelo de IA más inteligente del mundo”, y probarlo gratis.
No le busquen pegas a todo esto, o si las buscan miren a Borges para lanzarle las culpas, o a Kurd Laßwitz, en cuyo cuento “Die Universal bibliothek” Borges se inspiró, miren el lado positivo del asunto: ustedes mismos podrán ser los creadores de sus fondos literarios sin depender del fetichismo de los premios nobel y las recomendaciones de los grandes grupos editoriales.
Eso sí, tendrán que solventar el problema de la intuición, es decir: el cómo encontrar ese libro que les despierte la emoción, el juicio crítico o las ganas de salir a la calle y pegar un grito. Porque para esa búsqueda, todavía no existen ecuaciones ni algoritmos precisos. Y posiblemente nunca puedan ser generados, al menos desde la multidireccionalidad y velocidad que ofrece lo digital. La intuición precisa enfocar algo, seguir una pista sin atender a una lógica preexistente y llegar al fondo indeterminado del asunto, para finalmente sentir una luz jamás vista, pero no a través de un método empírico sino ilógico, y desviándose de lo racional.
Esto, de momento, no tiene nada que ver con probar posibilidad tras posibilidad hasta elegir un resultado, tal que si de una partida de ajedrez se tratara. La intuición parte de la nada, o de un algo que no coincide con ningún otro algo experimentado, y por lo tanto no es posible definir su búsqueda con exactitud.
Y es en este viaje, que no dura un segundo sino meses o años, donde la creación se sirve de ella –de la intuición pura– para generar universos, que son donde nace la poesía y el lenguaje artístico.
Al final, va a resultar que los poetas son seres infrainteligentes y la poesía, un oxímoron indescifrable.