René Pérez Pérez – 1 de enero de 2025
En esas y aquellas andaba yo, imbuido en mitad de una limpieza periódica de corazón. No, no me miren así, ¿acaso ustedes no lo hacen? Mantenimiento preventivo, se llama en las empresas a las que acudo a solicitarlo por razones de seguridad laboral. “Borrón y cuenta nueva René, por favor”, me suspira a susurros mi órgano vital cuando la Dana le azota y la porquería comienza a impedir la circulación.
Aconsejo vivamente este ejercicio, saludable y necesario, pues el corazón manda en el cuerpo, pero dicta en el cerebro. Y una obligación, no es una recomendación. Tomen nota. Y, además, como no me gustan los dictados, abuso si es necesario de la prevención frente a la tiranía.
Porque una limpieza de corazón, no es más que eso, meterse en el fango y arrimar el hombro, sin esperar órdenes que quizá nunca lleguen, y se hacen desde abajo, desde los ventrículos. Caramba, hay veces que el cerebro, que es quien manda al organismo, no actúa, y entonces lo hace el corazón. ¿Serán estos los llamados impulsos? Bienvenidos entonces estos impulsos. Vitales, sin duda. Es nítido que mejor funciona la solidaridad auricular que otros poderes. Por eso es tan decisivo mantener limpio el corazón.
En esas y aquellas estaba, pues, arremangado, cuando repentinamente descubrí palpitante y olvidada en una esquina una no pequeña aglomeración de sentimientos. ¡Córcholis! —Que luego me reprenden por decir tacos—. ¿De eso gasto yo? ¿Cuánto tiempo llevará ahí? ¿De dónde habrán salido? Mejor aún, ¿serán restos de qué episodios de mi vida? Virgen Santa, cuántas preguntas. Lo cierto es que, como el arpa de un tal Bécquer, cubiertos de polvo en un rincón oscuro yacían, quién sabe si acaso sin vida, aquellos sentimientos.
Admito que en un primer instante no me atreví a tocarlos. Tuve miedo, sufrí de vértigos y me asolaron sudores que paralizaron mis músculos, afortunadamente todos excepto el corazón. Mas me armé de valor y tomé el asunto como algo personal, no en vano se trataba de alguna especie de corolario de mi vida.
Lo que sucedió después no es sencillo de relatar, me faltan las palabras y me sobran lágrimas. Un ser humano no sale diseñado de fábrica para soportar ciertos envites tan de golpe. Los recuerdos son pinceladas moldeables capaces de emborronar la conciencia; alegrar e iluminar el bosquejo del mejor de los días de tu existencia; sumir la mente en el caldo de la añoranza de los mejores años que atrás quedaron, o bien sumergir la cabeza del avestruz en el barro de la vergüenza por los errores cometidos; exponer el alma a la prueba más extrema que el peor de los concursos someta a sus temblorosos participantes.
Y los sentimientos que yo me encontré, tirados como una colilla próxima a agonizar, todos resultaron consecuencia de estos recuerdos. Uf, menudo trago, amigos. Brotaron de mí algunas de las mejores y peores reacciones que un ser humano padece.
Pero aquello no terminó ahí. De repente, estando yo absorto en estos trances, una voz en mi espalda me heló la sangre. Claro, no estaba en el mejor sitio para que esto ocurra, a riesgo de que el corazón no consiguiese bombear el congelado fluido… Me giré y tras de mí encontré una figura estática, firme, enorme. No la reconocí, confieso.
—¿Qué diablos estás buscando aquí? —su voz sonaba tan rotunda como su propia silueta.
—Nada… a ciencia cierta —me defendí, tiritando como una hoja de un árbol a punto de caer para significar su fin—. Solo limpiaba, cuando aparecieron estos olvidos.
—¡No te interesan, aléjate de ellos!
—¿Quién eres? ¿Por qué tanto recelo? —me envalentoné, sin saber de dónde saqué las fuerzas—. En realidad, son míos. Yo dispondré qué hacer con ellos.
—¡Ni lo sueñes!
La criatura empuñó su tridente contra mí, al tiempo que rugía, en un furibundo ataque que a duras penas pude repeler saltando sobre mis sentimientos. Sin duda ese ser los custodiaba con tanto empeño por alguna razón. La fiereza parecía pasar por que nunca más fuesen rescatados por mí. Pero, ¿el motivo? Entonces lo vi claro, reconocí a aquella bestia. “Mis remordimientos” se erigían como el guardián protector de los ojos que no ven… para dejar de sentir.
Sin embargo, siempre fui de verbo fácil y palabra fluida, quizá de ahí naciese mi rama escribiente, así que con buena dosis de verborrea y una vaga suerte del noble arte del trilero, fui domando a la alimaña en pos de la concordia entre las emociones allí representadas.
—Ningún mal recuerdo puede esconderse tras una larga taza de hemoglobina bien caliente —le aseguré mientras me seguía hasta un rincón de un Hamelin impostado donde acomodarnos.
Curiosamente, el diálogo curó todo —como por otra parte sucede casi siempre— y al tiempo que las asperezas, también se iban limando los colmillos de aquel ser, que a mis ojos ya no parecía un monstruo, sino un compadre. Mientras hablábamos, trataba de averiguar, unas veces adivinando y otras sonsacando información, quién era aquella criatura si no mis remordimientos.
—Deja ya de cavilar —me dijo al fin, librándome de aquel sufrimiento—, ¿no ves que leo tus pensamientos? Soy tu musa.
Ante la incredulidad que paralizó por completo mi cuerpo, tuvo que repetírmelo.
—Sí, chaval, tu musa. Esa, la que te inspira cuando escribes. No pensarás que el mérito era tuyo, cretino… ¿Qué pasa, no creías que existía?
—No pensaba que fuera tan fea. Me imaginaba una especie de hada, delicada, con su varita y sus alas en el lote. Y… ya sabes, de sexo femenino. Y tal.
Bramó, supongo que con intención de atemorizarme, pero ya era demasiado tarde. Por entonces yo ya me sentía profundamente unido a mi musa, como mi tabla de salvación en esta tan noble como ingrata chifladura obsesiva de la escritura. Había nacido entre esa amorfia y yo un vínculo de profundidades parejas a la de una madre y su hijo. La conexión fue inmediata y así lo sintió mi musa, convirtiéndonos en indisolubles. Vinieron las confesiones, las añoranzas, los éxitos y las burlas por aquellos relatos insustanciales. Que si la culpa fue tuya o mía, el tiempo se nos escapó entre las manos como el aroma del recuerdo. Y entre aquellas confidencias se descorchó el secreto. A mi musa no le gustaba que redimiera mis sentimientos, pues consideraba que con ellos destaparía una especie de genio malintencionado que acabaría por arruinar mi inexistente carrera literaria. Y borrachos de ira y autocomplacencia el uno con el otro, corrimos hacia el montón de sentimientos y los golpeamos. Con saña. Los tratamos de quemar, cortar,aniquilar, pero toda pretensión fue en vano. Las emociones eran indestructibles, fuese cual fuese el intento.
Porque al final me di cuenta de que yo, y peor aún mi musa, no puedo destruir los sentimientos. Y menos un escritor que vive de ellos en sus obras.
Pensaba despedirme aconsejándoos de nuevo que no descuidéis limpiar vuestro corazón, aunque visto lo vivido, tal vez sea mejor dejarlos… Veíanse olvidados de su dueño, del corazón en un rincón oscuro……
No, nunca.