Elena Belmonte – 1 de enero de 2025
“Bernice” tiene todos los ingredientes para ser esa obra que levante a todo un patio de butacas al cerrarse el telón. Tiene ese aire de drama a la manera clásica, de Teatro de texto, donde las palabras pueden golpear como puños, y el espectador se va a su casa planteándose su propia vida y la de los demás, y casi ni ganas de tomarse una caña. El hecho de haber sido Premio Pulitzer 1931 ya es un valor muy considerable.
A la escenografía no se le puede pedir más. Es sobria y elegante. La iluminación es perfecta. Te arrastra de lleno a esa casa donde están velando el cuerpo de la protagonista en la habitación de al lado.
La interpretación de los actores (de todos) es absolutamente intachable. Y no considero nada fácil mostrar la intensidad de las emociones justo en ese momento donde uno recibe la noticia de la muerte de un ser muy querido y que marca el instante en donde se comienza a hacer el duelo, si es que se puede.
El planteamiento pone en bandeja mil expectativas: las cuatro personas más importantes en la vida de Bernice, reunidas en un mismo espacio. Y uno podría esperar que aflorarán las relaciones entre ellos y sus consiguientes conflictos. Tal vez que el padre de la protagonista se dará cuenta de que no acabó de portarse bien con ella, que la desatendió mientras decidía que su vida girara solo en torno a aprender el sánscrito. Tal vez que su mejor amiga no se lo contó todo, tal vez que su marido, más allá de sus infidelidades, fue otras cosas, tal vez que la criada…
Pero no. Todo el desarrollo de la obra y su desenlace, quedan al servicio de una sola idea: la de que Berenice ha sido un alma llena de paciencia, de misericordia, de bondad y, en definitiva, de amor. Es decir, que ha sido una persona tan plana como una tabla de planchar; sin un atisbo de sombra. Es difícil encontrar a un personaje protagonista construido con tan mínima complejidad.
La autora plantea todo un mundo dramático y luego lo reduce y lo sacrifica a algo tan pequeño como un desván. Así que cuando se cierra el telón, ningún espectador se levanta para aplaudir, las palabras se las lleva el viento en un instante, y nadie se plantea nada. Nos vamos todos a tomar unas cervezas, tal tranquilos, como si no hubiera pasado nada.
Es indignante semejante desperdicio. Solo cabe pensar que el Pulitzer fue debido a lo pionero que pudo resultar entonces romper tantas lanzas por un personaje femenino, que más que una mujer de carne y hueso, parece la imagen de alguna santa. Vamos, que no me lo creo.
Elena Belmonte
Dramaturga