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Amargo despertar


Antonio Quirós – 1 de febrero de 2024


La pequeña embarcación a motor adelantó al pesquero que faenaba coquinas cerca de la playa. El cielo presentaba un color gris plomizo que transmitía al mar. Nunca había visto en el mar un color tan cercano al plomo de las tuberías, nada de verde, mucho de gris, gris plomizo. El joven miraba la playa y el mar desde el paseo marítimo. Estaba algo aturdido. No sabía con exactitud en qué fecha estaba. Sabía quien era, que tenía poco más de veinte años, pero había algo extraño en su percepción de las cosas.

La figura de la joven se acercaba paseando por la playa. No era verano, eso lo sabía. Lo sabía por las nubes y el color del cielo y porque la joven no paseaba en bañador. Era esbelta, tenía una larga y rotunda cabellera oscura y un cuerpo delgado, pero de contornos marcados. Vestía unas mallas negras y una sudadera oscura, llevaba las zapatillas en la mano. Caminaba descalza enarcando sus pasos, tal como suele hacerse cuando es la arena la base del camino y no una más sólida ruta de hormigón o baldosas. Un pequeño perro la seguía, saltando a su alrededor. Ella se agachaba de vez en cuando para acariciarlo. Si encontraba algún trozo de caña sobre la arena, lo cogía y lo lanzaba unos metros más adelante para que el perrillo lo buscara veloz y se lo devolviera.

Se fijó largo tiempo en ella. Siguió con la vista todo su trayecto por la playa. Tenía la impresión de que era alguien familiar. Notaba una fuerte atracción hacia la figura de la mujer. Quería acercarse y seguirla pero algo lo ataba al paseo marítimo. Era como si sus pies estuvieran pegados al suelo, como si una fuerza desconocida y superior le impidiera acercarse a la joven. ¿De qué la conocía? ¿Quien era aquella mujer que lo atraía con una fuerza similar a la de la gravedad? ¿Qué otra fuerza lo detenía para que no pudiera seguirla?

Lo joven se reía jugando con el perrillo. «¡Anda, ve a por la caña!», «¡Corre, tráela!» Su voz le era más que conocida. Resonaba en su interior como una música que le alegraba, pero que a su vez le rememoraba una gran tristeza. La figura se fue alejando. La siguió con la mirada a lo largo de toda la inmensa playa. El faro a lo lejos comenzaba a lanzar sus destellos. Anochecía y ya solo percibía un sombra negra que continuaba andando en dirección al Este, hacia la luz del faro que cada vez tomaba más consistencia conforme las sombras de la noche se hacían más intensas.

Y entonces todo se volvió oscuridad. Fue como si la playa y todo aquel mundo se hundieran en unas tinieblas sólidas. Cerró los ojos. Todo desapareció. Dejó de sentirse a sí mismo, a esa deshilachada percepción que de sí estaba teniendo. Sintió dolor. Tardó en abrir los ojos. Tenía la boca pegajosa y con un sabor extraño. Poco a poco fue tomando conciencia de su cuerpo. Miró sus avejentadas manos, las manchas en su piel, su cuerpo tendido entre las sábanas, las piernas huesudas, la piel con el brillo desgastante de los años. Se hundió en el sufrimiento. Se dio cuenta entonces de que había estado soñando. Amargo despertar. La playa, el faro, la mujer… Ella era Sonia, pero no podía contactar con ella porque Sonia ya no estaba allí, no estaba en este mundo. Hacía dos días que una neumonía había acabado con su larga vida en la triste cama del hospital comarcal. Y él estaba allí, tras el entierro, adormecido a base de pastillas para superar el dolor que le afligía. Más de cincuenta años desde aquel día remoto en la playa en que, entre el gris plomizo de las nubes, vio su figura por primera vez. Y ahora estaba muerta. Y él solo con el sueño podía recuperar los retazos de una vida inmensa juntos. Cerró los ojos nuevamente y solo quiso alejarse del dolor, seguir soñando.


Este es uno de los cuentos de A merced de las mareas, publicado por Éride.